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La guerra de los chips

JORGE BAUER, ASESORAMIENTO Y GESTIÓN PATRIMONIAL

17/08/2025

Estados Unidos, que durante décadas fue el principal defensor del libre comercio, promoviéndolo como un medio para expandir el comercio global, la especialización productiva y estrechar la interconexión entre economías, se ha convertido hoy en el principal defensor del proteccionismo moderno. Y es que, en un contexto geopolítico como el actual, marcado por un ambiente cada vez más hostil y multipolar, las potencias están buscando independizarse económica y estratégicamente en aquellos sectores que son considerados críticos para la seguridad nacional.

Esta nueva realidad se ha vuelto a reflejar con las nuevas declaraciones de Donald Trump hacia uno de los sectores que más se benefició de la vieja dinámica de libre comercio e interdependencia: los semiconductores. Y es que, a lo largo de estas últimas semanas, Trump ha vuelto a atacar, a su mayor rival, China, con un enfoque más amplio y decidido sobre este sector, considerado por muchos, “el nuevo petróleo” debido a su importancia en el funcionamiento de casi toda la tecnología moderna.

No obstante, la narrativa proteccionista hacia los chips no es algo nuevo de Trump, sino fue durante la era Biden cuando ya se empezaron a implementar restricciones significativas que no solo limitaban la venta de chips avanzados, sino también la maquinaria necesaria para fabricarlos. Países como Holanda, por ejemplo, ampliaron sus controles entre 2019 y 2023, a petición de Washington para impedir que ASML, el único fabricante del mundo de equipos de litografía ultravioleta extrema (EUV), vendiera o incluso prestara servicio a determinadas máquinas instaladas en fábricas chinas. Japón, de manera similar, también reforzó sus limitaciones a empresas como Tokyo Electron.

En la nueva era Trump, esta red de restricciones van más allá. Gigantes tecnológicos como Nvidia y AMD, por ejemplo, han recibido exigencias de ceder hasta un 15% de los ingresos obtenidos por ventas a China para obtener licencias de exportación. En paralelo, este tipo de empresas han sido obligadas a lanzar versiones “capadas” de sus chips de inteligencia artificial, como el H20 de Nvidia, diseñadas para cumplir con las limitaciones técnicas impuestas por Washington y, además, se han intensificado la presión política hacia los directivos del sector, instándolos a alinear sus decisiones corporativas con los intereses estratégicos del país.

Ante esto, China ha respondido con una ofensiva propia, desalentado el uso de chips estadounidenses en proyectos estratégicos y ha acelerado la inversión en su industria nacional de semiconductores, con el objetivo de reducir su dependencia exterior lo antes posible. En contraposición, otros países han preferido moverse con más cautela, respaldando, por un lado, estas restricciones o por otro manteniéndose al margen, para no perder acceso a un mercado chino que sigue siendo demasiado atractivo para ignorarlo.

Más allá de sus efectos inmediatos, estas políticas revelan de manera profunda la visión con la que Trump concibe el papel del Estado. Siendo éste visto como un actor más intervencionista, más transaccional y dispuesto a influir directamente en la economía privada, incluso si tiene que imponer restricciones o beneficios de operaciones privadas. Este enfoque rompe con décadas de retórica pro libre mercado dentro de su propio país y partido, y plantea una contradicción evidente. Por un lado, busca se incentivar la inversión doméstica con subsidios multimillonarios, pero por otro, siembra incertidumbre con medidas que podrían desincentivar la misma inversión que se pretende atraer. En sentido, ¿Por qué una empresa querría incrementar su producción si luego no puede vender lo que produce al exterior?

El resultado de este tipo de políticas sigue siendo incierto. A corto plazo, estas medidas pueden limitar la capacidad de China para acceder a tecnología de vanguardia, pero a medio y largo plazo, corren el riesgo de impulsar su autosuficiencia tecnológica, fragmentar las cadenas globales de suministro y encarecer los costes para toda la industria.

En última instancia, la pregunta no es solo si Estados Unidos logrará mantener su liderazgo tecnológico, sino si podrá hacerlo sin sacrificar la estabilidad y la cooperación en un sector cuya fortaleza histórica ha residido en la interdependencia internacional. La respuesta dependerá de si la Casa Blanca logrará transformar este proteccionismo en una estrategia coherente, temporal y coordinada con sus aliados, o si, por el contrario, sentará las bases de una fragmentación duradera que encarecerá los costes para empresas, mercados y consumidores.