
Una reflexión sobre el modelo energético
4/05/2025
Durante los últimos años, la transición energética ha sido vendida como un cambio estructural e inevitable que, mediante la electrificación masiva y el impulso de las renovables, pretendía resolver de forma simultánea tres grandes retos globales: mitigar el cambio climático, garantizar la seguridad del suministro y fomentar un crecimiento económico sostenible. Sin embargo, los recientes acontecimientos en España, tras el apagón histórico e insólito, han vuelto a poner sobre la mesa esta cuestión y a replantearnos si esta senda a nivel global se está o no cumpliendo.
Y es que, a pesar de las promesas bondadosas que han tenido estos planes y de la buena voluntad política que los ha impulsado, al mirar los datos vemos cómo la transición energética -al menos en la forma en la que actualmente está diseñada e implementada-, no está alcanzando sus objetivos fundamentales. Tras más de dos décadas de esfuerzos, los resultados siguen sin estar a la altura de las expectativas: actualmente los combustibles fósiles siguen representando la mayor parte del consumo energético mundial y las renovables, si bien han crecido en términos absolutos, continúan cubriendo solo una fracción modesta de la demanda. ¿A qué se debe que la transición no esté en el rumbo de conseguir sus objetivos previamente marcados? ¿Es viable seguir con el modelo actual?
Para empezar, el problema con el modelo de la transición propuesta no es solo técnico, sino también político y narrativo. Una de las razones de porqué la transición está fracasando radica en la deriva que ha adoptado el debate energético actual, polarizado entre dos extremos. Por un lado, están quienes defienden una transición rápida y total de energías limpias (cerrando todo aquello que pueda emitir CO2) y no ven los riesgos técnicos y económicos asociados a electrificar todo. Por otro lado, están los negacionistas climáticos quienes insisten en mantener el statu quo fósil, e ignoran sus costes ambientales y geopolíticos. En ambos casos, la agenda política es la que rige el camino a seguir, sin pararse a pensar en que el objetivo final es el de alcanzar, de forma eficiente, un mix energético adecuado para satisfacer la demanda y a su vez mitigar la urgencia climática.
En segundo lugar, tenemos que la demanda global de energía no ha parado de crecer, impulsada tanto por el desarrollo de los países emergentes como por tecnologías de alto consumo que van desde la inteligencia artificial a los vehículos eléctricos. El resultado es que a escala global las energías limpias no son capaces de cubrir esa demanda creciente y, simplemente se suman a la generación total, haciendo que su impacto en la reducción de emisiones sea marginal.
Por último, el diseño actual, subestima la naturaleza intrínseca que tienen de por sí las energías renovables, las cuales como bien sabemos, son intermitentes. Esta intermitencia provoca oscilaciones en la frecuencia de la red, para las cuales muchas infraestructuras no están preparadas, obligando a recurrir a fuentes de respaldo (encareciendo la electricidad) para evitar poner en riesgo la estabilidad del suministro.
A pesar de todo ello, el desencanto con la transición energética no implica abandonar sus objetivos, sino más bien, es necesario replantearla. Para el inversor, esto invita a buscar oportunidades en empresas afectadas por la narrativa actual (fósiles) y en aquellas cuyos negocios se dediquen a mejorar el sistema de red renovable vigente (almacenamiento y redes inteligentes). Porque el problema final no es que la transición sea inviable, sino que el rumbo elegido hasta ahora ha sido, en muchos sentidos, ingenuo.