Convicciones caras
26/10/2025
Las burbujas rara vez se reconocen a sí mismas. No aparecen envueltas en irracionalidad evidente, sino en argumentos bien construidos, proyecciones coherentes y una sensación compartida de inevitabilidad. Cuando se viven desde dentro, no parecen excesos, sino convicciones. Y cuanto más sólidas parecen, más caro suele resultar sostenerlas.
La mayoría de las grandes burbujas de la historia no nacieron de ideas equivocadas, sino de ideas acertadas llevadas demasiado lejos. El ferrocarril, la electricidad, internet o la digitalización transformaron la economía de forma irreversible. Sin embargo, muchos inversores perdieron dinero no por dudar del cambio, sino por pagar por él como si el éxito estuviera garantizado y concentrado.
Hoy el debate gira en torno a la inteligencia artificial. Conviene separar dos planos que a menudo se confunden. Por un lado, el plano industrial: empresas compitiendo por capacidad, centros de datos, chips, talento y posicionamiento estratégico. Por otro, el plano financiero: inversores extrapolando escenarios futuros y descontándolos en los precios actuales con notable entusiasmo. Ambos planos no siempre evolucionan al mismo ritmo. Cuando se retroalimentan, el riesgo aumenta.
La historia demuestra que las grandes revoluciones tecnológicas suelen generar sobreinversión inicial. No por imprudencia, sino por miedo a quedarse fuera. Nadie quiere ser el actor que no apostó cuando el cambio parecía evidente. El resultado suele ser una carrera por ganar escala antes de que esté claro quién capturará realmente la rentabilidad.
El problema no es la inversión en sí, sino la incertidumbre económica que la acompaña. ¿Quién tendrá poder de fijación de precios? ¿Se concentrará el mercado o se commoditizará la tecnología? ¿Los aumentos de productividad se traducirán en mayores márgenes o en una competencia más intensa que los diluya? Estas preguntas no tienen respuestas claras en las primeras fases de un ciclo. Y cuando no las tienen, el precio debería actuar como freno.
Sin embargo, en entornos de convicción colectiva, el precio deja de ser una restricción y pasa a ser una consecuencia de la narrativa dominante. Es entonces cuando aparece un patrón conocido: la mentalidad de “billete de lotería”. Basta con que exista la posibilidad de un ganador extraordinario para justificar valoraciones que apenas incorporan probabilidades ni riesgos. El análisis se desplaza del “qué puede pasar” al “qué pasaría si todo sale bien”.
En este contexto, la deuda actúa como un amplificador del error. Y no se trata de un riesgo teórico. Una parte relevante de las actuales inversiones en CAPEX asociadas a esta nueva ola tecnológica se está financiando, directa o indirectamente, con deuda. La innovación no sigue calendarios; la deuda, sí. Cuando se combinan activos sujetos a rápida obsolescencia, flujos todavía inciertos y estructuras financieras rígidas, el margen de maniobra se estrecha peligrosamente. Muchas inversiones tecnológicamente acertadas fracasan no por falta de visión, sino por falta de tiempo para que esa visión madure.
Por eso, la pregunta relevante no es si estamos o no ante una burbuja. Esa etiqueta solo se confirma con el paso del tiempo y aporta poco a la toma de decisiones presente. La cuestión verdaderamente útil es otra: qué comportamiento exige un entorno donde el potencial es enorme, pero la dispersión de resultados también lo es.
La experiencia sugiere que los errores más costosos no provienen de no participar, sino de hacerlo sin disciplina. De confundir impacto con rentabilidad. De asumir que el progreso tecnológico garantiza retornos atractivos para todo el capital invertido a cualquier precio.
Las burbujas no castigan a quienes dudan del futuro. Castigan a quienes lo pagan por adelantado sin exigir margen de seguridad. Y, ciclo tras ciclo, ese suele ser el precio de las convicciones caras.