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¿Estamos en una burbuja? Aún no.

MUNESH MELWANI, SOCIO-DIRECTOR GENERAL

26/10/2025

La historia financiera nos ha enseñado que las burbujas nacen del entusiasmo colectivo que despierta una innovación transformadora. De los canales fluviales ingleses del siglo XVIII al internet de los noventa, el patrón se repite: una narrativa poderosa atrae capital, talento y especulación, elevando precios y expectativas más allá de lo que los flujos de caja futuros pueden justificar.

Hoy, la inteligencia artificial se ha convertido en ese nuevo motor de fascinación. Las grandes tecnológicas lideran el ciclo y concentran un peso sin precedentes: los diez mayores valores estadounidenses representan ya cerca de una cuarta parte del mercado global. Sin embargo, los paralelismos con el pasado no bastan para afirmar que estemos ante una burbuja inminente.

A diferencia de episodios anteriores, la expansión actual se apoya en resultados tangibles. Las ganancias del sector tecnológico se han multiplicado y sus balances son, en muchos casos, inusualmente sólidos. El crecimiento del beneficio por acción (EPS) ha superado de largo al del resto de sectores desde la crisis financiera. No hablamos de promesas, sino de compañías con márgenes y retornos sobre capital que justifican —al menos parcialmente— sus múltiplos.

¿Están caras? Sin duda. Las valoraciones se sitúan en niveles exigentes: los “Magnificent 7” cotizan a una media de 27 veces beneficios, la mitad que las líderes de la burbuja dot-com en el año 2000. El ratio PEG, que relaciona precio y crecimiento, ronda 1,7 frente al 3,7 de entonces. Incluso bajo un modelo de descuento de dividendos, las tasas de crecimiento implícitas (8 % anual a perpetuidad o 25 % durante los próximos diez años) son elevadas, pero no desorbitadas comparadas con las de otras épocas.

La diferencia clave es el sustento financiero. En los noventa, buena parte del boom tecnológico se alimentó de deuda y ampliaciones de capital. Hoy, el grueso del capex en inteligencia artificial se financia con flujo de caja libre, no con apalancamiento. Y los bancos, lejos de estar expuestos como entonces, mantienen balances saneados. Esta combinación reduce el riesgo sistémico de un ajuste brusco.

Sí hay, sin embargo, señales de advertencia. La concentración extrema del mercado —geográfica, sectorial y bursátil— es difícilmente sostenible a largo plazo. En el pasado, ningún grupo de compañías ha dominado para siempre. De las diez mayores firmas del S&P 500 en 1985, ninguna permanecía en el top-10 en 2020. La competencia, la regulación o la simple obsolescencia tecnológica terminan redistribuyendo el liderazgo.

El auge de la inversión en infraestructuras ligadas a la IA —centros de datos, energía, semiconductores— recuerda que cada revolución tecnológica genera ganadores y perdedores. El exceso de inversión de los incumbentes puede erosionar retornos futuros, mientras nuevos actores aprovechan la capacidad creada para construir modelos de negocio más eficientes.

No estamos, por tanto, en el clímax de una burbuja, pero sí en una fase donde la complacencia puede ser peligrosa. Las valoraciones dependen en exceso de la continuidad de unos beneficios extraordinarios. Si el crecimiento decepciona o la competencia se acelera, la corrección podría ser significativa, aunque sin desencadenar necesariamente una crisis sistémica.

Para el inversor, el mensaje es claro: diversificación. No se trata de negar el liderazgo de la tecnología, sino de reconocer que el ciclo se está ensanchando. Tras más de una década de hegemonía del “growth”, vuelven a emerger oportunidades en sectores “de valor”, energía, industria o incluso en geografías menos representadas. La transición energética, la reindustrialización y la inversión en infraestructura ofrecen nuevos vectores de rentabilidad.

En síntesis, el mercado actual tiene rasgos de exuberancia, pero aún no los ingredientes completos de una burbuja. Los excesos no están en los balances, sino en las expectativas. Mientras el capital siga disciplinado y las valoraciones no superen lo razonable frente al crecimiento real, seguiremos más cerca de la sobrevaloración que de la euforia.

En otras palabras: no estamos en una burbuja… todavía.